CHICHIGALPA, Nicaragua (AP) — Jesús Ignacio Flores comenzó a trabajar a los 16 años. Pasaba largas horas en sitios de construcción y en los campos de la plantación de azúcar más grande de su país.
Hace tres años, sus riñones comenzaron a fallar. Llenaban su cuerpo de toxinas. Luego de una rápida agonía, falleció el 19 de enero en el patio de su casa, a los 51 años.
“Sus últimos cuatro meses fueron fatales, y el último, peor. ‘Me estoy quemando’, decía él”, relató su esposa Gloria Esperanza Mayorga a la Associated Press. “No le paraba el hipo, no dormía, sufría calambres, dolores de cabeza, perdió el apetito, vomitaba el agua y los alimentos que trataba de ingerir, se le ampollaron la boca y (tenía) todo el cuerpo reseco, perdía la vista, no podía orinar, se levantaba de pronto desesperado y al final hablaba sólo y deliraba”.
“Fue un infierno”, dijo la mujer, de 49 años.
Su cuerpo fue depositado en un ataúd rústico en el patio de su humilde vivienda en presencia de sus ocho hijos y una cincuentena de vecinos que lo velaron.
Al momento de morir, los trabajadores en el cañaveral seguían laborando con sus machetes. Durante se velorio, casi a media noche, los tractores del ingenio trabajaban recogiendo caña cortada y a lo lejos se escuchaba el constante rugir de los molinos y el resplandor de las luces de sus instalaciones en Chichigalpa, un pueblo de la región azucarera de Nicaragua donde uno de cada cuatro hombres presenta síntomas de una deficiencia renal crónica, según estudios médicos realizados.
Una misteriosa epidemia está devastando la costa pacífica de América Central. Ha matado a más de 24.000 personas en El Salvador y Nicaragua desde 2000 y afecta a otros en proporciones jamás vistas antes. Los científicos dicen tener informes de que el fenómeno se ha propagado desde el sur de México hasta Panamá.
La situación cobró una gravedad tal que la ministra de salud de El Salvador, María Isabel Rodríguez, pidió ayuda internacional el año pasado, diciendo que la epidemia desbordaba el sistema de salud.
“Es una enfermedad que viene sin aviso y cuando la descubren ya es tarde”, dijo Wilfredo Ordóñez recostado en una hamaca de su casa de la región del Bajo Lempa en El Salvador. El hombre comenzó a sentir los síntomas hace diez años, cuando tenía 38.
Ordóñez trabajaba 12 horas diarias en plantaciones de milpa, ajonjolí y arroz. Hoy sobrevive con tratamientos de diálisis que se aplica él mismo cuatro veces por día.
Muchas de las víctimas mortales eran obreros o peones de las plantaciones de azúcar que cubren buena parte de la zona costera. Pacientes, médicos y numerosos activistas dicen que los causantes del mal son las sustancias químicas que los trabajadores han usado por años sin ninguna de las protecciones comunes en los países desarrollados.
“Me ponía la mochila en el lomo y tiraba el veneno (herbicidas y pesticidas) sin ninguna protección, hasta una vez me cayó todo el veneno en el lomo “, dijo Ordoñez a la AP.
Hay indicios, no obstante, que sustentan una hipótesis más compleja e insospechada.
La raíz de la epidemia, según algunos científicos, parece yacer en la naturaleza del trabajo que hacían los afectados, campesinos, obreros de la construcción, mineros y otros que trabajaban hora tras hora sin beber suficiente agua bajo altas temperaturas, sometiendo a sus cuerpos a repetidas deshidrataciones e insolaciones. Muchos trabajaban desde los diez años.
La agotadora rutina parece ser uno de los detonantes de la deficiencia renal crónica, un mal asociado normalmente con la diabetes y la hipertensión, dos enfermedades que no aparecen en la mayoría de los pacientes centroamericanos.
“La evidencia refuerza esta idea del trabajo manual y una hidratación insuficiente”, dijo Daniel Brooks, investigador y profesor asociado de epidemiología de la Universidad de Boston, quien trabajó en una serie de estudios de este mal.
Dado que el trabajo duro y el calor intenso son fenómenos bastante comunes en América Central pero no todo el mundo contrae el mal, algunos investigadores no descartan factores de origen humano.
Pero, a su vez, no han surgido pruebas sólidas del papel de los pesticidas y otras sustancias químicas.
“Yo creo que todo indica que no son los pesticidas”, dijo la doctora Catharina Wesseling, una experta en epidemias y directora regional de Programa sobre Trabajo, Salud y Medio Ambiente de América Central. “Es demasiado multinacional y está muy esparcido. Yo apostaría por las reiteradas deshidrataciones, casi diarias. Eso es lo que pienso yo, pero no se ha demostrado nada”.
El doctor Richard J. Johnson, especialista en riñones de la Universidad de Colorado, en Denver, que trabaja con otros expertos que estudian el mal, también sospecha de la deshidratación.
“Es un concepto nuevo, pero hay alguna evidencia que lo respalda”, dijo Johnson. “Hay otras formas de lesionar los riñones: metales pesados, químicos, toxinas… Se ha considerado todo, pero no hay explicaciones firmes todavía para lo que sucede en Nicaragua. A medida que se agotan estas posibilidades, las deshidrataciones recurrentes suben en la lista”.
En Nicaragua la cantidad de muertes por la deficiencia renal crónica subió de 466 en 2000 a 1.047 en 2010, según la Organización Panamericana de la Salud. En El Salvador ese organismo registró un incremento parecido, de 1.282 casos en el 2000 a los 2.181 de 2010.
Más al sur, en las plantaciones de azúcar de Costa Rica, también se han registrado agudos aumentos en la incidencia del mal renal, según la médica Wesseling, al tiempo que las estadísticas del organismo panamericano indican que en el caso de Panamá las cifras están subiendo, aunque a un ritmo más lento.
El incremento en las estadísticas de la enfermedad podrían obedecer a que ahora se lleva mejor la cuenta de los casos, pero los científicos dicen que no hay dudas de que está ocurriendo algo mortal, algo que la medicina no conocía.
En naciones con sistemas de salud más avanzados, el mal que afecta la capacidad del riñón de limpiar la sangre es diagnosticado tempranamente y tratado con diálisis en clínicas. En América Central, muchas de las víctimas se tratan a sí mismas, en casa, con formas de diálisis más baratas y no tan eficientes, o siguen adelante sin diálisis.
En un hospital de la ciudad nicaragüense de Chinandega, Segundo Zapata, de 49 años, está sentado en su habitación, cabizbajo, cuando lo visitó un periodista de AP en enero.
“Ya no quiere hablar”, relató su esposa, Enma Vanegas, un año menor que él.
Sus niveles de creatinina, un químico que delata problemas renales, eran 25 veces los normales.
Su familia le dijo que lo hospitalizaban para que recibiese diálisis. En realidad, el objetivo era aliviarle el sufrimiento mientras esperaba la inevitable muerte, según Carmen Ríos, de la Asociación de Enfermos de Insuficiencia Renal de Nicaragua.
Zapata le imploró al fotógrafo de AP que lo llevara a su casa.
“Deja la cámara, toma una ametralladora y sácame de aquí a la fuerza”, le dijo.
El hombre murió el 26 de enero.
La doctora Wesseling, trabajando con científicos de Costa Rica, El Salvador y Nicaragua, estudió a grupos de la costa y los comparó con grupos con hábitos de trabajo similares, que también estuvieron expuestos a pesticidas, pero trabajaban en zonas a por lo menos 500 metros (1.500 pies) sobre el nivel del mar.
Un 30% de los trabajadores de la costa tenían niveles elevados de creatinina, lo que es un fuerte indicio de que el causante del mal es el ambiente más que los agroquímicos, de acuerdo con el epidemiólogo Brooks. Se espera que el estudio en el que trabaja sea publicado en revistas médicas en las próximas semanas.
Brooks y Johnson, el especialista en riñones, dijeron que saben de casos parecidos en regiones agrícolas cálidas de Sri Lanka, Egipto y la costa este de la India.
“No sabemos qué tan esparcido está (la enfermedad)”, dijo Brooks. “Esta puede ser una epidemia que todavía no ha sido identificada plenamente”.
Jason Glaser, cofundador de una agrupación que ayuda a las víctimas del mal renal en Nicaragua, dijo que él y sus colegas también saben de casos ocurridos entre trabajadores de plantaciones de azúcar de Australia.
A pesar de que hay un consenso cada vez mayor entre los expertos, Elsy Brizuela, una doctora que trabaja con un programa salvadoreño que trata a los trabajadores e investiga la epidemia, da por descartada la teoría de las deshidratación e insiste en que “todos los afectados han trabajado expuestos a los venenos, a los herbicidas que se usan en los cañales”.
Las tasas más altas del mal renal que se registran en Nicaragua son las del Ingenio San Antonio, del Grupo Pellas, cuyos ingenios procesan casi la mita de la azúcar que produce el país. Flores y Zapata trabajaban en ese ingenio.
Según uno de los estudios de Brooks, hace unos ocho años la planta empezó a a ofrecer una solución electrolítica y galletitas con proteínas a los trabajadores. También comprobó que algunos trabajadores cortaban caña de azúcar nueve horas y media por día casi sin descansos, al sol, con temperaturas de 30 grados centígrados (87 Farenheit).
En 2006, la plantación, de propiedad de una de las familias más ricas del país, recibió 36,5 millones de dólares en préstamos de la Corporación Internacional de Finanzas, organismo afiliado al Banco Mundial, para la compra de más tierras, la expansión de su planta procesadora y la producción de más azúcar para el consumidor y para la producción de etanol.
En un comunicado, el organismo dijo que había examinado el impacto social y ambiental de sus préstamos y que había determinado que la deficiencia renal no está relacionada con las operaciones en la plantación.
De todos modos, la entidad dijo que “le preocupa este mal que afecta no solo a Nicaragua sino a otros países de la región y seguirá de cerca cualquier novedad”.
Ariel Granera, portavoz del Grupo Pellas, dijo que a partir de 1993 la empresa tomó medidas para aliviar la carga de sus trabajadores, como hacerlos comenzar sus turnos bien temprano en la mañana y darles muchos litros de agua por día.
Periodistas de AP vieron que los trabajadores traían botellas de agua de sus casas, que llenaban durante el día usando grandes cilindros llevados a los campos en busetas.
Glaser, cofundador de la Fundación La Isla en Nicaragua, grupo activista, dijo que las compañías ni el gobierno hacen cumplir las normas para proteger a los trabajadores, particularmente las relacionadas con suspender del trabajo a quienes padecen deficiencias renales dejen de trabajar en las plantaciones del Grupo Pellas y de otras empresas.
Muchos peones a los que se les encuentran altos niveles de creatinina siguen trabajando con otros contratistas, dijo Glaser. Algunos usan documentos falsos o las identificaciones de sus hijos sanos, quienes pasan los controles médicos y van a trabajar a los cañaverales, donde sus riñones se lesionan.
“Es el único trabajo que hay en este pueblo”, dijo. “Es lo único que saben hacer”.
El Ingenio San Antonio procesa la caña de más de 24.000 hectáreas, la mitad propias y el resto, mayoritariamente de campesinos independientes.
La agrupación que agrupa a los ingenios de Nicaragua dijo que el estudio de la Universidad de Boston confirmó que “la industria azucarera no es responsable de las insuficiencias renales” porque no hay forma de establecer a esta altura “un vínculo directo entre el cultivo de la caña de azúcar y la insuficiencia renal”.
Brooks, el epidemiólogo de la Universidad de Boston, destacó que el estudio simplemente dijo que no hay prueba científica firme de la causa, pero que todas las posibilidades siguen abiertas.
A diferencia de Nicaragua, donde miles de personas con trastornos renales trabajaban en grandes plantaciones, en El Salvador abundan los pequeños campesinos independientes. Ellos atribuyen el mal a los agroquímicos y casi nadie ha cambiado sus hábitos de trabajo como consecuencia de las últimas investigaciones, que no han recibido demasiada difusión en el país.
En Nicaragua el peligro es bien conocido, pero la gente del campo necesita trabajo. Zapata tenía ocho hijos, tres de los cuales trabajan en las plantaciones de azúcar.
Dos de ellos ya muestran síntomas de la enfermedad.